Hoy he ido al banco, amigos.
Día excepcional.
Es como bajar al Tártaro. Haría falta un guía divino para recorrer tal sendero, pero nos tenemos que conformar con ir solos.
He entrado en el espectral habitáculo, repleto de clientes y hambriento de empleados.
Media hora esperando.
Cuando me han atendido, malas caras, pegas para todo, incluso dejándome en mal lugar…
Me he levantado y me he largado. Me he llevado mi dinero, lo que llevaba en efectivo, mis pocas perras, escasas hasta para un pobre.
Les he dejado un «¡Mierda de banco!» al salir, creyendo, ingenuamente, que les haría pensar y cambiar en el futuro. Pero ahora que soy yo quien lo pienso, desespero de tal transformación.
Ahora que lo pienso, en efecto, me doy cuenta de que los bancos no quieren nuestro dinero: quieren nuestra alma. El dinero nos lo podemos quedar en el bolsillo, sobre todo si es efectivo. ¿Para qué van a querer ellos unas moneditas, cuando pueden tenernos encadenados de por vida con papeles, contratos y créditos? Ni un billete se mueve, ni una moneda. Lo que se mueve son las almas. Almas atadas a papeles reciclados. Nuestras almas, pintadas con el color del banco, como si fueran cuadrigas que se baten en el circo.
¡Viva el emperador! ¡Los que van a morir te saludan!
¡Pero yo quiero vivir! ¡No quiero morir bajo la enseña de estos modernos lanistas. ¡Quiero ser libre!
¿No os pasa a vosotros lo mismo? ¿No hay en nuestro corazón un ansia de libertad?