
Hay en mi vida una alargada sobra que enfría todos mis fuegos, apaga todas mis luces y entenebrece mi mirada.
Toda la vida luchando, toda la vida bregando, siempre hacia delante, pero nunca libre; solo para que otro que se lleve las palmas, solo para que otro se gane la gloria.
No sé si fue porque me equivoqué por mí mismo o porque me inculcaron el miedo a caminar solo, a caer y levantarme bajo mi propia guía, pero nunca me atreví a lanzarme por la catarata de la oportunidad en solitario. Me arrimé, como una oveja temerosa, a la protección del rebaño, a la sombra del chaparro. Y ahora esa oscuridad, otrora refrescante, es la misma que me opaca, la misma que me arrece.
Llevo años viviendo bajo la sombra de otro.
Me han amarrado al tronco de muchas ramas, y mis intentos temblorosos de liberarme tan solo logran rasgar mi piel y dejar en mí la marca de la impotencia.
Este árbol, que fue refugio, se ha convertido en bosque traicionero y funesto, repleto de fantasmas y gritos de bocas mudas, colmado de cólera y amenazas.
Y en medio de todo, como un vástago de bestias innombrables de un pasado mítico, está él, arruinándolo todo, convirtiéndolo el sueño en pesadilla, la mañana en noche, la sonrisa en miedo. Su inicua sombra se recorta contra el horizonte como el fuego que surge de las bocas de los infiernos y que crea monstruos como montañas, que cubren el sol con las sombras de sus manos cubiertas de sangre.
Necesito liberarme. ¡Luz, más luz! Que venga la mañana. Aurë entuluva!
No habrá para mí auténtica vida hasta que esta sombra no desaparezca.